Evangelista

Llegué por un atajo, el del evangelio. Tenía un letrero grande que decía: “Gracias te doy, Señor, nuestro Dios, rey del universo, que por el poder de tu misericordia así me restituyes, viva y consciente, mi alma”. No había reparado yo, a pesar de los años, en el pelo siempre ensortijado de los ángeles, ni en esa casi automática asociación entre las rubias y el pecado. Acepté también que “ni yo puedo hacerte todas las preguntas, ni tú puedes darme todas las respuestas”. Después vinieron tus bendiciones con elefantes, ensayos, cavernas y el hijo descarriado de Adán y Eva. Gracias, señor. Gracias, maestro. Que le vaya bien.

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