Muchas casas se esmeran en ocultarlos. En otras, sin embargo, he visto que los aceptan con naturalidad y los dejan dormir a su gusto. Intento ser cortés al asumir el sentimiento de naturalidad, pero debo conceder que muchas veces se trata de simple resignación. Con el tiempo, van acumulándose en los rincones, en algunos estantes desprovistos de su propósito original, o en cuartos especialmente dedicados (sobre todo cuando se trata de familias que pagan elevados tributos al pasado). Carpetas, cuadernos, juguetes de los hijos (en pasado) y de los nietos (en futuro), herramientas con pequeñas averías que algún día serán corregidas, una lata de refresco con motivo del mundial de Italia 90 y que por aquel entonces servía como portalápiz, el LP de una banda nacional que acaparó todos los juramentos adolescentes de los 70 y cuya evocación actual sólo puede causar vergüenza, y en general, cosas que ahora no se sabe para qué pueden servir (si acaso se supo alguna vez).
A muchas familias no les importa que sus visitas se encuentren con esa herencia de la historia. Yo lo asumo como una invitación a que descubramos la realidad del respectivo hogar y sus habitantes. Esforzándonos un poco en la observación de los cachivaches que guardan, podríamos descubrir quiénes eran, quiénes querían ser y quiénes son ahora. Podríamos incluso llegar a la verdad de aquellas personas. Después de todo, Cervantes nos plantea que la historia es madre de la verdad. Y un empolvado libro sobre los Beatles, una guitarra sin dueño y sin ecos, la ropa para los bebés que ya no hay en casa, los cartuchos de Nintendo, las tijeras sin filo, copias de la carta de ingreso a la facultad, la calculadora sin pilas, pequeñas casas modeladas en arcilla… son historia pura. Por otro lado, algunas familias procuran ocultar sus recuerdos, estas cosas que puedan descubrir a un forastero los caminos que han recorrido. Sabremos, en estos casos, que se trata de gente pudorosa. Para ellos, la revelación de su pasado los dejaría turbadoramente desnudos.
Las balas de la nostalgia, arrinconadas, tienden a alcanzarnos en los momentos más imprevistos. De pronto, casi sin querer hojeas un cuaderno del liceo, para rememorar lo mucho que sufríamos con los polinomios; una sonrisa será inevitable. Habrá, tal vez, algún nombre por ahí en una hoja, de alguien a quien se quiso mucho; entonces algunas preguntas y recuerdos resultarán también inevitables. Cosas que recuerdan a los que ya no están. Y también a los que pudieron estar y nunca estuvieron, que duelen incluso más.
Y uno se pregunta si valdrá la pena conservar algo de toda aquella maraña de objetos. ¿Y si en vez de naturalidad o resignación se trata de algo más puro y primitivo: miedo? Miedo a descubrir que nada de aquello sirve ya. Que los recuerdos supuestamente resguardados por el polvo han sido sepultados, consumidos hace mucho por el olvido. Que es una pérdida de tiempo intentar algún rescate. Que quizás, lo mejor, es dejar eso así. Que otro se encargará mañana de ordenar, y sobre todo, de inferir lo que fuimos. Otro se encargará de inventarnos.