Esencialmente, el mejor del mundo. El mejor, en fútbol, un deporte esencialmente colectivo. En el Barcelona al mejor del mundo lo rodean jugadores superlativos, en constante movimiento, capaces de soltar un zapatazo en cualquier momento y listo, gol. Contra un equipo como el Barcelona las defensas tienden a fragmentarse, a perseguir sombras, a desconcentrarse, porque los objetivos de marca y atención son muchos. En un ambiente así, insertado dentro de este laboratorio futbolístico, el mejor del mundo puede jugar a eso, a ser el mejor.
¿Pero qué sucede cuando el mejor del mundo está atrapado dentro de un esquema estático que tiende a anularlo? Nada. Eso, se diluye en la nada. La defensa rival puede concentrarse mucho en él, porque los otros objetivos resultan relativamente estáticos. Para que el mejor del mundo asuma esas credenciales debe estar rodeado de jugadores que sepan jugar sin balón, prestos para el desmarque y la recepción, corredores infatigables. Si esa condición no se satisface, el mejor del mundo tratará de extralimitarse en funciones, extraviándose tácticamente, diluyéndose para gloria de los contrarios y bochorno de los propios.
Además, en el fútbol el aspecto psicológico adquiere fundamental importancia. Un jugador, el mejor o el peor, al sentir que sus esfuerzos resultan infructuosos, propenderá al desánimo o a la desconfianza en sí mismo, el peor de los tormentos.
Particularmente, confío en la increíble amistad entre el mejor del mundo y el balón. Ojalá que lo ayuden a jugar: el fútbol real, esencialmente, nace de lo colectivo, de la armonía entre los talentos.