…Al bailar mostraban a los ricos, a los turistas, la belleza que poseía su vida y que aquellos no podrían expresar ni experimentar nunca sin su ayuda. Estos bailarines consumados, profesionales, ofrecían a la buena sociedad un substitutivo. Los miembros de esta buena sociedad, que no bailaban ni bien ni ágilmente, que no podían disfrutar realmente del agradable juego de la vida, hacían que aquellos jóvenes les mostrasen la belleza de su danza. Pero eso no era todo. No sólo podían contemplar ligereza y sereno dominio de la vida, sino que se les recordaba además la naturaleza e inocencia de las sensaciones y de los sentidos. Ellos, que tenían una vida apresurada y artificial o corrompida y repleta, que oscilaba entre el trabajo y el placer desordenado y la forzada penitencia en un sanatorio, miraban sonriendo, impresionados tonta y secretamente por el baile de estos jóvenes hermosos y ágiles, miraban como se mira la querida primavera de la vida, un paraíso lejano, perdido, del que se habla a los niños sólo en los días de fiesta, en el que uno ya apenas cree, pero en el que sueña por las noches con ferviente ansiedad.
En “Klein y Wagner” de Hermann Hesse