Por fin, la lluvia. Muchos meses transcurrieron desde la última vez que la sentí, o más precisamente, que la escuché, porque mientras escribo me llega el golpeteo de las gotas contra los paños de cemento, en el tan cercano y tan distante “allá afuera”. Y con la lluvia aparece esa tenue simulación de frío, de suave ventisca que viene a refrescar hojas, tallos y pieles agrietadas por tantos meses de exclusivo sol. Puede, y sólo “puede”, que si la lluvia demuestra seriedad en sus intenciones, mi mamá prepare algo de chocolate caliente para la noche. El chocolate caliente para las noches frías, otra de esas cosas que hace rato se extraviaron por culpa del clima. O tal vez se extraviaron por culpa de otras rutinas reemplazantes, no lo recuerdo ahora o no quisiera recordar.
Con la lluvia viene la alegría de algunos pocos, los conjuros anti-pluviales de algunos muchos, el croar de las ranas, los luceros con el brillo renovado y el fango en las llantas y las llantas en el fango. En dos o tres días se anunciarán los mosquitos y los matamosquitos. Ah, ¿y cómo no anticipar a los perros llenos de charco y bichos raros en el lomo? Si el clima cambia, el cabello se me enroscará más y más rápido, también. Pero no importa, porque quizás preparan algo de chocolate.
Aunque ahora no la escucho. Me gustaría que esté recogiéndose para embestirnos con más fuerza. Que no se vaya. Porque si se va, el calor regresará, y regresará enojado, a castigarnos por haber sido infieles durante media hora y haber celebrado su partida. Y no habrá chocolate. Y ahora suena Marco Antonio Solís en la radio de mi mamá: “Yo te debo tanto, tanto amor que ahora, te regalo mi resignación…”
Lo importante de todo esto es que, si hacen el chocolate, guardaré un poco para Lucía.