Obsesiones

A veces sucumbo a pequeñas obsesiones. Por ejemplo, no me arrepiento -ni renuncio- a una obsesión de vieja fecha: poseer un ejemplar de “Hombre y Entropía” de Eduardo Césarman. Esa obsesión no desaparece, simplemente se agazapa debajo de la rutina y otros deseos. A veces la redescubro en los tiempos libres o durante el sueño. Esas pequeñas obsesiones, casi siempre transformadas en búsquedas -en viajes-, paulatinamente van agregando anécdotas y triunfos a mis cuadernos y a mi memoria. Hará como una semana, por pura casualidad, me topé con una imagen que por alguna ignorada razón, me pareció muy enigmática. Es ésta:

La costurera

Una mujer. Una máquina de coser. Unas letras (quizás un nombre). En general, una imagen del tipo “vintage”. Verla me reproduce algún eco… el problema es que no acierto a precisar el origen de dicho eco. Me parece haberla visto. ¿A qué contexto histórico, o tal vez literario, pertenece? ¿Acaso pertenece a alguno? ¿Es una simple foto, intrascendente, reciente pero editada para conferirle la apariencia “vintage”? Quizás la había visto antes, en otra parte, y por eso al encontrarla hace poco experimenté un déjà vu sutil. En cualquier caso, me gustaría saber cualquier cosa más sobre esa imagen. Intenté averiguar en el lugar donde me topé con la foto, pero no obtuve respuesta. Solicité a una amiga que preguntara en su twitter si alguien había visto esa imagen; nadie la había visto. Ahora hice lo que debí hacer desde un comienzo: pregunté en el sitio que originalmente publica la foto, el sitio al que conduce el link. Espero. Puede que reciba alguna respuesta. Si no, la imagen quedará en el limbo de obsesiones particulares, lista para resurgir cuando vuelva a encontrarla por ahí.

Hijo de la Luz y de la Sombra

Joan Manuel Serrat es, sin espacio para la duda, mi artista preferido. Y mi disco favorito, sin dilaciones, es “Mediterráneo”. De Serrat destaco la elocuencia de sus composiciones, la concisa sencillez, y los ritmos intimistas, melancólicos o irónicos. Serrat entrega música de múltiples dimensiones, trascendental, y sin embargo, al alcance de cualquiera que se disponga a escuchar. Podría resumir con una palabra: magia.

Los discos aludidos

En su disco más reciente, “Hijo de la Luz y de la Sombra”, Serrat retoma la relación directa con el poeta Miguel Hernández. En mi juicio poco humilde y de escaso valor, y a riesgo de ser acribillado por algún serratiano, creo que este nuevo disco me gusta más que el “Miguel Hernández” de 1972. Es cierto que aquel disco incluye clásicos inextinguibles, como “Menos tu vientre”, himnos como “Para la libertad”, e ídolos personales como “Nanas de la Cebolla” y “Llegó con tres heridas”. No obstante, disfruto mucho más “Hijo de la Luz y de la Sombra”. No sé si son los arreglos o la voz sobria. O quizás la selección de poemas. Poemas de apariencia sencilla, pero que te sorprenden gratamente en sus recodos, con sensualidad (he poblado tu vientre de amor y sementera / he prolongado el eco de sangre a que respondo), gallardía (ante la vida sereno / y ante la muerte, mayor / si me matan bueno / si vivo mejor) o simplemente, verdad (el hambre es el primero de todos los conocimientos). Sobre todas, “Cerca del Agua” me cautiva como ninguna: cerca del agua te quiero, mujer / ver, abarcar, fecundar, conocer.

Escucho este disco, en combinación con “Vinagre y Rosas” de Sabina, y la noche de pronto se hace menos noche.

¡Mira mamá, aprendí a usar Copy-Paste!

La señora Gabriela respondió con felicidad ante la noticia. En la mañana le habían revelado a su primogénito Diego que el Copy-Paste era una maravilla moderna y de uso lícito en clases, aprendizaje que de alguna forma reivindicaba la decisión de inscribirlo en el (muy) costoso liceo privado. El liceo con la fachada amarillo pollito, nombre de santo, cerca eléctrica, campo de fútbol y computadoras traídas de Asia (con breve escala en algún territorio del norte, para incrementar el prestigio y el precio de las máquinas). Mujer moderna como pocas, no ignoraba Gabriela que el mundo actual es una gran vitrina de Copy-Paste, donde los hombres más grandiosos son los que encuentran, reproducen y tal vez se atribuyen los mejores textos ajenos. Control+C y Control+V, o en su versión más chic: botón derecho del mouse seguido de “Pegar”. Algún trasnochado (como quien relata), aún se aferra al Control+Insert y Shift+Insert.

La señora Gabriela sabía que el conocimiento del Copy-Paste era inminente. Lo anticipó el día que las monjas le entregaron una tarjetita con un texto casi idéntico al del año pasado, al que habían olvidado cambiarle algunas cosas -las fechas, aún situadas en 2009- pero que incluía los cambios importantes -el nuevo monto de la matrícula y el costo del viaje de fin de curso-. Diego, por su parte, no tardó en aplicar esta nueva enseñanza que lo acercaba más al estatus de hombre: renunció para siempre a la originalidad, extrajo de alguna parte unos versos de amor que no entendía muy bien, y los dedicó a la chiquita de pelo enrulado que a veces le endulzaba el sueño. La chiquita, para disimular su desconocimiento de palabras como “estío”, “enjambre”, “calcinado” y “Matilde”, le agradeció con un beso y alguna promesa de cariño.

El Copy-Paste, entonces, anunciaba el despertar de la virilidad de Diego. Los años traerían las cosas que faltaban para completar su condición de humano moderno: decenas de visitas al shopping que le enseñarían a codiciar, un futuro título de arquitecto o abogado para encargarse de la empresa de papá y aprender a subyugar y amansar a sus semejantes, una esposa con generosas proporciones anatómicas inversamente relacionadas con la cantidad de conexiones sinápticas, un auto de ésos que no puede llevarse al barrio, y una lista de gadgets y perolitos electrónicos renovables trimestralmente. El Copy-Paste era un buen comienzo.

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Los Pasos

Siempre los mismos lugares: el mercado, el auto, el espejo, la corbata. Los protagonistas habituales: el pariente lejano, el amigo infrecuente, el perro, el fogón, las hojas muertas y amontonadas en algún ángulo del patio.

La negación de la ausencia. La negación a la costumbre de la ausencia. Huir resulta fútil, de acuerdo con las pequeñas victorias de la nostalgia.

Siempre los mismos sabores: el arpa, la trinchera de los libros y folletos, los zapatos caros, el alcohol, los números y curvaturas indeseables, la sangre, la dificultad para respirar, las naranjas jugosas y expectantes, la taquicardia, el alimento yermo y sin comensal, la asfixia de las tardes.

Precisamente de las tardes quiero hablar. En las tardes, cuando el silencio comienza a reclamar sus espacios y las criaturas desaparecen y se prefigura la noche en la gelidez de la ventisca y la intrascendencia del día se asoma por las grietas de la conciencia… entonces, por las tardes, palpo la obra del maligno, y me río culpable de la vanidad humana, y veo la madera fuerte y apreciada fundiéndose con las llamas, y miro también los lagos púrpuras que no reconocen súplicas, ni plegarias, ni medicinas, ni llantos.

Precisamente del llanto quiero hablar. Porque siempre en los mismos lugares, generalmente por las tardes, aparto mi rostro del mundo… para que nadie me vea o para creer que nadie me ve. Y allí, en mi anhelado o supuesto anonimato, en mi cierta insignificancia… allí, en ese refugio hecho de dolor, cercanía y huelga, como todos los buenos refugios… allí, puedo llorar. Y llorando ejercito la maledicencia con el olvido y los años, por robarme escenas que juraba me pertenecerían eternamente. Para disfrazar el olvido, intento recrear voces y pasos de transeúntes ocupados con sus pequeños problemas. En ocasiones, confundidos entre esa gente, presiento los pasos que alguna vez seguí, y nunca más veré.

Precisamente de esos pasos quiero hablar… o tal vez no.

Agua besando la tierra

Por fin, la lluvia. Muchos meses transcurrieron desde la última vez que la sentí, o más precisamente, que la escuché, porque mientras escribo me llega el golpeteo de las gotas contra los paños de cemento, en el tan cercano y tan distante “allá afuera”. Y con la lluvia aparece esa tenue simulación de frío, de suave ventisca que viene a refrescar hojas, tallos y pieles agrietadas por tantos meses de exclusivo sol. Puede, y sólo “puede”, que si la lluvia demuestra seriedad en sus intenciones, mi mamá prepare algo de chocolate caliente para la noche. El chocolate caliente para las noches frías, otra de esas cosas que hace rato se extraviaron por culpa del clima. O tal vez se extraviaron por culpa de otras rutinas reemplazantes, no lo recuerdo ahora o no quisiera recordar.

Con la lluvia viene la alegría de algunos pocos, los conjuros anti-pluviales de algunos muchos, el croar de las ranas, los luceros con el brillo renovado y el fango en las llantas y las llantas en el fango. En dos o tres días se anunciarán los mosquitos y los matamosquitos. Ah, ¿y cómo no anticipar a los perros llenos de charco y bichos raros en el lomo? Si el clima cambia, el cabello se me enroscará más y más rápido, también. Pero no importa, porque quizás preparan algo de chocolate.

Aunque ahora no la escucho. Me gustaría que esté recogiéndose para embestirnos con más fuerza. Que no se vaya. Porque si se va, el calor regresará, y regresará enojado, a castigarnos por haber sido infieles durante media hora y haber celebrado su partida. Y no habrá chocolate. Y ahora suena Marco Antonio Solís en la radio de mi mamá: “Yo te debo tanto, tanto amor que ahora, te regalo mi resignación…”

Lo importante de todo esto es que, si hacen el chocolate, guardaré un poco para Lucía.