¡Venezuela bicentenaria! Hoy conmemoramos 200 años de la firma del Acta de la Declaración de Independencia de Venezuela. Esta patria, madre de sabios y valientes, puso la piedra fundamental de la libertad suramericana el 5 de julio de 1811. En las primeras horas del 4 de julio de ese año, un joven Simón Bolívar discurría en la Sociedad Patriótica:
No es que hay dos Congresos. ¿Cómo fomentarán el cisma los que conocen más la necesidad de la unión? Lo que queremos es que esa unión sea efectiva y para animarnos a la gloriosa empresa de nuestra libertad; unirnos para reposar, para dormir en los brazos de la apatía, ayer fue una mengua, hoy es una traición. Se discute en el Congreso Nacional lo que debiera estar decidido. ¿Y qué dicen? Que debemos comenzar por una confederación, como si todos no estuviésemos confederados contra la tiranía extranjera. Que debemos atender a los resultados de la política de España. ¿Qué nos importa que España venda a Bonaparte sus esclavos o que los conserve, si estamos resueltos a ser libres? Esas dudas son tristes efectos de las antiguas cadenas. ¡Que los grandes proyectos deben prepararse con calma! Trescientos años de calma, ¿no bastan? La Junta Patriótica respeta, como debe, al Congreso de la nación, pero el Congreso debe oír a la Junta Patriótica, centro de luces y de todos los intereses revolucionarios. Pongamos sin temor la piedra fundamental de la libertad suramericana: vacilar es perdernos.
Este discurso impetuoso y elocuente representa, por cierto, el primer discurso bolivariano conocido. Allí en la Sociedad Patriótica se concentró la juventud pro-independentista bajo la égida de uno de los mayores colosos de la libertad de los pueblos: Francisco de Miranda, prócer fascinante, complejo, universal, adelantado a su tiempo. Miranda había traído a Venezuela su experiencia en las revoluciones de Europa y Norteamérica, su destreza para la dirección política de las fuerzas vivas de una nación, sus convicciones. Miranda, en suma, provee de impulso a una tendencia que había comenzado a gestarse mucho tiempo atrás (la realidad es siempre anacrónica, nos recuerda Borges). El 19 de abril de 1810 el Cabildo de Caracas había logrado la renuncia de Vicente Emparan, militar designado por España para gobernar la Capitanía General de Venezuela. Y antes, otros desconocimientos a la autoridad española: conspiración de los mantuanos (1808), conspiración de Manuel Gual y José María España (1797), rebelión del negro José Leonardo Chirinos (1795). El propio Miranda, en 1806, desembarca en Coro con una pequeña expedición libertadora que alcanza casi ninguno de los objetivos propuestos. Pero no es perseverancia lo que falta a Miranda, y por eso en 1811 lo vemos como gran figura de la fundación republicana.
La España de entonces, no hay que olvidarlo, estaba ocupada por las tropas napoleónicas. El reinado de Carlos IV se derrumbaba (si acaso alguna vez fue firme… ¿no era Godoy quien mandaba?), y el pueblo español sufría las agonías del desgobierno de los Borbones y de la “alianza” con los franceses (que entre otras cosas había traído descalabros como la derrota de Trafalgar). Resumiendo muchísimo (el motín de Aranjuez, el levantamiento del 2 de mayo, las bochornosas abdicaciones de Bayona), España quedó bajo el mando de José Bonaparte, hermano de Napoleón, aunque el poder en realidad estaba encarnado en Joachim Murat. Fue el gobierno de José Bonaparte quien designó al Capitán General posteriormente destituido en 1810. España tenía demasiadas cosas de las que ocuparse. Además, la élite venezolana ansiaba libertad de comercio y poder político. Por ejemplo, a los productores venezolanos nunca les satisfizo la constitución de la Compañía Guipuzcoana, que monopolizaba todos los intercambios comerciales entre España y la Capitanía General de Venezuela, en perjuicio de los comerciantes locales. ¿Qué sentido tenía tributar económica y políticamente a una monarquía ilusoria? Como puede suponerse, el estado de guerra en la península ibérica también influía muy negativamente en el comercio. Una guerra que ocurría en otra parte del mundo, y con la cual ellos casi no tenían nada que ver, venía a truncar los proyectos comerciales de los venezolanos.
Y finalmente, había un pueblo que quería su tierra. Quizás la mayor figuración histórica corresponde a las élites criollas, pero más allá de las élites había un pueblo, una mixtura de estratos sociales para nada indiferentes a aquella independencia. Y este pueblo es la fuerza motriz de las grandezas (y también de las miserias, cuando ocurren) que registra la historia de un país.
Enhorabuena a todos los venezolanos. El 5 de julio de 1811 es una estampa de nuestro origen, un recuerdo de nuestra procedencia. La historia de la independencia de Venezuela es la historia de un pueblo ilustrísimo, de un espíritu colectivo inmenso e infatigable, merecedor de todo el honor, de toda la gloria.