No sé si llegó a usted la noticia de la matanza de perros en Margarita. Mejor si no. Aparte, llamarlo matanza de perros confiere al hecho una dimensión terrible; es mejor usar la terminología de las autoridades, más sana, casi inocua: profilaxis canina. Ocurrió esto hace un mes, hace dos, hace tres, etcétera. Acaso ocurrió ayer pero nadie supo. Nos dicen las autoridades que es algo de rutina: hay gente que recibe dinero del estado para salir a envenenar perros en la noche, y otros son pagados para recoger los cadáveres. Lo único risible en todo este asunto es cómo intentan defenderse las autoridades involucradas: se transfieren la culpa, apelan a la separación de funciones, a que esos perros eran muy mordelones, a que no fui yo que fuiste tú que aquí el único culpable es el perro. Y casi que, por favor, eso lo hemos hecho desde hace tiempo y sólo ahora es cuando vienen a enterarse. Por favor, los matamos para cuidarlos a ustedes, para que no los muerdan esos perros, para que no les transfieran repugnantes enfermedades. Agradecidos deberían estar. No hay plata para refugios caninos (por favor, ¡no hay plata ni para darle de comer a la gente!), por tanto lo más lógico es recurrir a la estricnina.
Hace muchos años, en un centro de poder político, vi a un funcionario recibir una carta. Soberbio, la leyó ante los presentes: se trataba de un grupo de familias que habían sido damnificados por las lluvias y estaban solicitando colaboración para construir casas. Después de terminar su lectura, el funcionario dijo, en alta voz: “Siempre he sostenido que la solución a estos problemas de pobres y gente sin casa es agarrar a toda esa gente, meterlas en un hueco grande y prenderles candela”. Así se expresan de la gente, de los mismos que votan por ellos… ¿cómo sorprenderse ante el tratamiento que confieren a los perros?
Pocas horas después de aparecida esta noticia, tomé esta foto en la Basílica de Nuestra Señora del Valle del Espíritu Santo. Este perrito, vistas las cosas, ha decidido buscar protección especial.